“No sé en qué momento, o mediante qué secuencia, el Muñeco se convierte en un monstruo. ¿Cuándo pasó de la mera indiferencia y desdén frente a los demás, al acto de destruir y aniquilar de manera salvaje? ¿Cómo pasó de la frivolidad a lo abiertamente atroz? En un abrir y cerrar de ojos. Tal vez frivolidad y horror van de la mano, y no existe escalpelo tan afilado que pueda desgajarlos. Un Monstruo”, advierte el Hobbit, narrador de la nueva novela de la colombiana Laura Restrepo, Los Divinos (Alfaguara), cuando piensa en su amigo de la adolescencia, el que ha matado a una pequeña niña después de violarla. Un monstruo es un hombre que ha violentado todos los parámetros de lo humano.

La escritora partió de un crimen real que la conmovió íntimamente para construir un relato que estremece: el asesinato Yuliana Samboní, una niña indígena de su país que a sus 7 años, en 2016, murió a manos del arquitecto Rafael Uribe Noguera, de 38, miembro de una influyente y acaudalada familia bogotana.
El caso tuvo un fuerte impacto en la sociedad y enfrentó a los bogotanos dentro y fuera de las casas. Hasta el presidente Juan Manuel Santos, en cuyo círculo cercano se encontraban personas vinculadas a los Uribe Noguera, condenó esa profanación inconcebible, mientras el clamor popular ganaba las calles. Uribe fue condenado en tiempo récord a casi sesenta años de cárcel. Pero, incluso después del veredicto, quedó flotando en el aire un rumor sordo, una grieta visible, que enfrentó a la vieja y la nueva Colombia, un país históricamente hostigado por la violencia.
Restrepo abordó la historia desde la ficción, decidida a explorar la psicología del asesino y la trama oculta de complicidades sociales que sirven de caldo de cultivo a los femicidios: se lanzó a imaginar la sutil escalada de desviaciones que condujo a la materialización del crimen. La que presenta es una narración que por momentos se acelera al ritmo de un policial y supone un extraordinario ejercicio de comprensión y reinterpretación de los hechos, además de un alegato contra los asesinatos de mujeres. Como trasfondo, una sociedad que tolera y promueve un machismo atávico.
–Este es un libro sobre la maldad absoluta, eso es lo que refleja este crimen –cuenta ella en entrevista telefónica con Clarín, desde su casa de España–. Lo que confirmé escribiéndolo es que la maldad absoluta implica la sucesión encadenada de una serie de maldades relativas, previamente toleradas por la sociedad en su conjunto, y eso resulta aún más perturbador: no se trata solo de locos sueltos. Todos somos en alguna medida culpables, por acción u omisión.
El maltrato a la madre, el desprecio por las prostitutas, la rivalidad entre mujeres, el desdén de los hombres con sus parejas, la discriminación en los ámbitos laborales; son pequeñas maldades cotidianas que puede derivar en una atrocidad mayor"
–¿Cuáles son esas maldades relativas que toleramos u omitimos?
–El maltrato a la madre, el desprecio por las prostitutas, la rivalidad entre mujeres, el desdén de los hombres con sus parejas, la discriminación en los ámbitos laborales; son infinitas pequeñas maldades cotidianas que puede derivar en una atrocidad mayor. Y los distraídos son cómplices. Una niña pobre de 7 años violada y asesinada de esta forma se convierte en la víctima más inocente e inofensiva del mundo. Es un hecho que difícilmente podría superar la imaginación y tiene además este peso simbólico.

–¿Puede leerse, a su vez, como un crimen de clase?
–El tenía facha, recursos, una profesión que le permitía una buena vida: un varón blanco todopoderoso, amo del universo. Ella una chiquita despojada y desplazada, que no tenía nada. Y entonces, claro, ese contraste hace que resalte el abismo que hay entre ricos y pobres. Y como esto ocurre en Colombia en el marco del proceso de paz –había recibido su premio Nobel de la Paz el presidente-, este crimen nos llevó preguntarnos también ¿un acuerdo entre los ricos y los pobres aquí no va a haber nunca? Es un retrato de nuestros países, también en este sentido.
-¿Qué la llevó a narrar el caso en clave de ficción?
-Las crónicas periodísticas las hicieron muy bien los cronistas, en su momento: la prensa nacional e internacional dio a conocer los detalles enseguida y fue uno de los casos de violencia sexual que más rápido se resolvieron en el mundo. En este sentido ya no había misterios, porque todo se sabía. Lo que yo quise entonces fue meterme en la cabeza de los protagonistas y sobre todo del asesino: quién era en realidad, más allá de las apariencias, cómo había sido su infancia, sus relaciones con las demás mujeres, sus amigos, qué definió la relación con su madre y las empleadas del servicio. Porque allí estaban los gérmenes de ese crimen. Y luego están los amigos de la infancia del Muñeco, los Tutti Frutis, que enfrentan un dilema moral: ¿defienden y apañan a su amigo, o se discriminan de él? La verdadera trama del libro tiene su núcleo en este conflicto entre la lealtad y la ética de cada uno de ellos. El narrador se siente en alguna medida culpable de eso en que su amigo se ha convertido, pero puede diferenciarse.

-Eligió un punto de vista masculino para contar un femicidio, ¿por qué?
-Porque escribí este libro desde la ira y una indignación visceral y no quería emitir un juicio moral: necesitaba que un hombre me ayudara a mirar con otra distancia, porque la perspectiva femenina hubiera implicado una condena terminante. Lo que me propuse fue abrir y explorar la intimidad de ese "nene de papá" que todo lo tiene dado y termina delinquiendo. Y lo que descubrí es que son más bien "hijos de mami": de madres fuertes o de alto poder adquisitivo que los sobreprotegieron y disculparon su maldad. Al compensar ellas las falencias de sus hijos, apañan la violencia y la alimentan.
El tenía facha, recursos, una profesión: un varón blanco todopoderoso, amo del universo. Ella una chiquita despojada y desplazada, que no tenía nada"
-¿Nos cabe una responsabilidad en la perpetuación de la violencia machista">