El lunes 10 de abril de 1950 el diario La Prensa, de Buenos Aires, reprodujo un cable de noticias de la agencia Reuters: “París, 9 (Reuters). La solemne misa de pontifical que se celebraba en la catedral de Notre Dame fue interrumpida por un individuo que resultó ser Michel Mourre, de 22 años de edad, quien subió al púlpito exclamando a voz en cuello que la Iglesia Católica es la causante de todos los males que afligen al mundo. Mourre vestía hábitos sacerdotales, lo que le facilitó su propósito. Se produjo una gresca en el interior de la catedral repleta de público, entre personas que se cree estaban en conveniencia con el que habló desde el púlpito y un grupo de fieles, entre los que había muchos turistas extranjeros. El perturbador fue arrestado”. Los lectores que se encontraron con la escueta noticia mientras desayunaban o viajaban en tranvía no sabían –no podían saberlo, pero los mejores entre ellos podían imaginarlo– que el hecho formaba parte del linaje de algo que sería llamado punk: una baratija de mercado, una irrupción en la vida cotidiana, una breve entrada en un manual de sociología o de historia del arte, una manera rápida de conseguir fama y dinero, y también, de cambiar el mundo.
Hay que seguir la historia. Mourre y sus cómplices pertenecían al letrismo, movimiento de vanguardia fundado a mediados de los cuarenta por Isidore Isou, un artista y escritor rumano que buscaba remedar los pasos que los poetas Tristan Tzara y André Breton habían dado décadas antes en nombre del dadaísmo y del surrealismo. Escribieron manifiestos, leyeron poesía, filmaron películas y desplegaron acciones públicas como la de Notre Dame: anunciar la muerte de dios en una catedral repleta de feligreses.
Un muchacho llamado Guy Debord también leyó la noticia en el diario. Quedó fascinado. Se unió al letrismo; tenía un plan: destruir el arte. Desertó y organizó la Internacional Letrista; luego la Internacional Situacionista. Resucitaron herejías gnósticas que durante siglos habían agujereado al cristianismo; anunciaron la abolición del trabajo; proclamaron que la abundancia del capitalismo moderno no producía felicidad sino aburrimiento.
Hubo más panfletos, más manifiestos, más arte al servicio de la revolución. Casi lo lograron o, en realidad, no, en Mayo del 68, cuando los crípticos eslóganes situacionistas acerca de la vida cotidiana llegaron a la superficie de la vida pública. El presidente francés Charles De Gaulle dijo que esa revuelta había sido provocada por grupos que se rebelaban contra el consumo moderno, contra la sociedad tecnológica, sin importar si se trataba del capitalismo occidental o del comunismo oriental. Los situacionistas levantaron la cabeza. De Gaulle hablaba sobre ellos.
A mediados de los setenta ya nadie recordaba a los situacionistas. Un antiguo estudiante de arte que regenteaba un negocio de ropa sadomasoquista en Londres, Malcolm McLaren, tuvo una idea. Había leído los textos situacionistas; los había traducido y distribuido en Inglaterra; los había convertido en remeras y chaquetas. Se preguntó qué ocurriría si esas viejas consignas penetraban en la industria de la música pop. Su tienda solía ser frecuentada por unos muchachos que querían formar una banda de rock para conseguir chicas y divertirse. McLaren se ofreció como manager y les dio un nombre: Sex Pistols.
Todo este derrotero de arte y revolución, de herejías y oportunismo, de odio y algarabía estuvo en la música de Sex Pistols desde el primer momento. No importaba si los fans, o si los mismos autores, jamás habían oído hablar de dadá o de Mourre o de Debord o de herejes medievales; los vínculos eran ciertos en la música. Y pronto estos viejos reclamos empezaron a ser parte de la música misma.
Desde que los Sex Pistols lanzaron su primer single, Anarchy in the U.K., en noviembre de 1976, hasta su último concierto, en enero de 1978 en San Francisco, cuando su cantante, Johnny Rotten, miró a la audiencia, se rió y les preguntó: “¿Alguna vez tuvieron la sensación de haber sido estafados">