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      Casarse dos veces: primero con un hombre, con una mujer después

      No es lo mismo, afirma la periodista. En el matrimonio heterosexual, el registro civil se vivió como una formalidad. En el igualitario, en el lésbico, implicó ser reconocidas como una pareja más que se quiere y no pide permiso. Una nueva entrega del coleccionable que sale junto con Ñ cada semana.

      Casarse dos veces: primero con un hombre, con una mujer despuésCLAIMA20130305_0194 La autora relata distintas maneras en que la sociedad marca que ese modelo no es el que se espera.
      Redacción Clarín

      En octubre 1989 me puse un vestidito blanco, cosido por una modista, y me fui a casar. Aunque mi novio y yo éramos ateos convencidos, insistí en hacerlo bajo la jupá, según el ritual judío. Gorritos, cantos, rabino, copa rota, Mazl tov (buena suerte), todo. Para mí casarse era eso, esos eran los gestos necesarios. El registro civil, un trámite sólo relevante si, como ocurrió, llegaba el día de divorciarse.

      En marzo de 2011 me puse un vestido negro de diseño y me fui a casar. Aunque mi novia y yo habíamos sostenido durante años que la libreta –es decir, el Estado– era irrelevante en nuestra vida real, insistí en que firmáramos los papeles y nos sacáramos la foto llovidas de arroz. No era una cuestión práctica: algo de la reafirmación de nuestro amor y de la lucha que ese amor había implicado se desquitaba en el Registro Civil. Pedí que fuera en el central, el imponente edificio de la calle Uruguay. Quería los fastos de una ceremonia.

      Así fue que me casé con un varón y, casi 22 años después, con una mujer. No esperen un cuento de descubrimiento sexual: yo no era virgen cuando conocí a mi novio y no he hecho ningún juramento homosexual hoy, sólo que en los 80 no me entraba en la cabeza una pareja mujer para mí. Soy clara: en la cama sí; en el living, en la cocina, no.

      Así que en el principio fue Juan Pablo, que me llegó directo desde el cielo. No podíamos ser más parecidos. No podíamos coincidir más, divertirnos más. La familia (la mía) lo miraba un poco incrédula: mi mamá me había enseñado que para seducir a un hombre había que tomar una azucarera, preguntar: “¿qué hay acá">