Ensayo de boda en un atardecer

Quizá fue porque ocurrió en abril. Quizá, porque la primavera allá se parece tanto al otoño acá por estas fechas. Vaya a saber por qué irrumpió el recuerdo de aquella tarde. Estaba en Londres, parando en casa de unos amigos entrañables. Fotógrafo él, que alternaba las coberturas periodísticas con las sociales, había sido contratado para documentar una boda. Era fuera de la capital, y debía asistir al ensayo. Nos invitó a acompañarlo, y allí fuimos sus hijos y yo. Era una tarde soleada y algo fresca, y el trayecto no pudo ser más encantador: enormes extensiones de césped verde y prolijo, colinas y suaves ondulaciones, una brisa leve.

La casa a la que arribamos podría haber sido un escenario de la serie Downtown Abbey. La anfitriona convidó butter cookies, ubicados en la sala desde cuyo ventanal se divisaban, al final de una loma, la piscina y los elegantes vestuarios. De allí nos trasladamos hasta la capilla donde se haría la ceremonia religiosa. Cobijados por esas paredes de siglos, los novios practicaron el ritual que llevarían adelante unas semanas después. Como en una orquesta bien afiatada, cada uno de los presentes ocupó el lugar que le estaría destinado. A pesar de tratarse de un ensayo, la atmósfera era de gran solemnidad.

Han pasado varias décadas, pero el recuerdo de esa tarde permanece intacto. Mi amigo murió, su viuda ya no vive en Londres; sus hijos están repartidos hoy entre esa ciudad y Santiago de Chile. Se me ocurrió preguntarme de pronto qué habrá sido de esa pareja que ensayó su boda aquel día. ¿Seguirán juntos?, ¿serán felices?, ¿estarán vivos? Cuántas vidas se cruzan azarosamente con la nuestra, dejan a su modo una huella, y se desvanecen, así, como si nada.