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      ¡Habemus Pepem!

      Pepe Mujica nunca consintió que el poder se le subiera a la cabeza, nunca se sintió por arriba de nadie.

      Ejemplar. Pepe Mujica, el ex presidente uruguayo, fallecido el martes 13/5/2025, a los 89 años. Foto AP/Natacha Pisarenko

      ¿Por qué no un santo para los ateos? ¿Por qué no un papa secular? Tengo el candidato, Pepe Mujica, un hombre que demostró que se puede ser cristiano sin creer en Dios, que se puede vivir una vida más acorde con el mensaje de Cristo que muchos -casi todos, me atrevería a decir--de los que lo alaban todos los domingos ante un altar.

      Bueno, es demasiado tarde para que Pepe sea papa ya que acaba de morir. Pero el ex presidente de Uruguay tiene los números para ser declarado un santo católico salvo el detalle de que no compartió el misterio de la santa fe. No convirtió agua en vino, que se sepa, ni logró la resurrección de ningún muerto, pero suficientes milagros sí realizó como para nombrarlo santo honorífico de los políticos.

      El primero representaría una enorme excepción a la regla: nunca permitió que el poder se le subiera a la cabeza. No consideró que estuviese por encima de ningún otro ser humano, ni siquiera de ningún otro ser terrenal. Cuando se le preguntó una vez cómo quisiera ser recordado, contestó: “No me preocupa. Nos pensamos que somos importantes…no somos ni un grano de arena en la magnitud del universo. No sé porque vamos a ser más importantes que las hormigas.”

      El segundo milagro: no cayó nunca en la tentación, porque simplemente no le interesaba, de transformar el poder en riqueza personal. Lejos de vivir en una mansión con paredes de oro o de aceptar el regalo de un Boeing 747 de un jeque qatarí, vivió hasta su muerte, e incluso cuando era presidente, en una especie de choza y condujo no un Mercedes sino un decrépito Volkswagen Escarabajo.

      Lo visité en su choza -bueno, chacra- hace un año en el campo a media hora de Montevideo. Llegúe a la puerta de entrada por un caminito de tierra convertido, debido a las lluvias, en un lodazal. El interior era oscuro, los muebles parecían más ancianos que él, a sus 88 años, y no había espacio ni para un comedor ni para una sala de estar. Me recibió, como a todos, en la cocina, su trono una pequeña silla de madera.

      Como corresponde en el currículum de todo buen santo, había sufrido: casi quince años como preso político, siete de ellos en solitario, el solitario más absoluto sin siquiera a libros. Del sufrimiento extrajo no rencor sino cómo vivir con decencia y generosidad. Aprendió la riqueza de la humildad, o lo que él llamó “el estoicismo”.

      “Es vivir liviano de equipaje, tratar de cultivar una sobriedad feliz, aplicar aquel viejo principio: ‘nada en demasía’…en el fondo es una cuestión de libertad, porque si estoy sometido a la necesidad, no soy libre.”

      No por primera vez pensé en lo bien que le haría a muchos políticos pasar un tiempo presos para reflexionar sobre lo que es importante en la vida y posible en la política. Mujica me dijo que, en la soledad de sus pensamientos, se arrepintió de “las locuras” de su juventud, locuras del ego que otros políticos no abandonan nunca. Como Nelson Mandela, aprendió, que lo mejor es el enemigo de lo bueno y que no hay que dejarse contaminar por la vanidad del poder.

      Pensé también en lo injusta que es la vida, en que gente como Mujica y Mandela pasaron, entre los dos, más de 40 años en prisión mientras que un par de personajes que se me vienen a la mente están libres hoy cuando deberían estar sufriendo cadena perpetua por corupción, acoso sexual e insurrección armada o por múltiples asesinatos y secuestros de niños, entre miles de crímenes más. Claro, en estos dos casos nunca hubo nada que hacer. Con ellos mi regla de las ventajas filosóficas del encarcelamiento se viene abajo. Nacieron malos, o las circunstancias de la vida los hicieron malos. Hitler estuvo preso (solo nueve meses, es verdad) y salió más resuelto que antes a vengarse de la humanidad.

      Pero el ejemplo sirve, quiero creer, para reforzar el argumento a favor de esta especie de canonización que propongo para Mujica. Se le puso a prueba, in extremis, y emergió lleno no de odio sino de amor. Dicho esto, es probable que León, el nuevo Papa estadounidense, no estaría muy de acuerdo con uno de los motivos principales que se me ocurren para proponer que Mujica se rebautice como San Pepe. A diferencia de todos los demás personajes que la Iglesia ha denominado como santos, Mujica amó al prójimo y vivió con humildad sin incentivo alguno. Él fue bueno por ser bueno, y punto. Sin anticipar recompensa ni en el Cielo ni en la Tierra. Al contrario, más bien. Retó a la Iglesia aquella vez que hablé con él en su cocina.

      “Yo pienso,” me dijo, “que las religiones monoteístas le han hecho un mal a la humanidad de la puta madre. Han generado un fanatismo y una intolerancia en el fondo que se extiende al mundo político.”

      Eso, supongo, es lo que se llama un pecado. Pero no deslegitimiza, creo, el derecho que habría tenido Mujica a decir que había vivido una vida cristiana en el significado más esencial de la palabra. Un Dios cristiano consecuente y justo (perdonen la herejía) podría perfectamente darle más mérito a una buena persona que no cree en la salvación eterna que a una buena persona que sí se lo cree. ¿O me equivoco?

      Líos teológicos aparte, llámenle santo o llámenle lo que quieran, Mujica ofrece un ejemplo a seguir pocas veces visto. Él dijo una vez: “Me dediqué a cambiar el mundo y no cambié un carajo”. Se equivocó. Algo sí cambió por el simple hecho de haber sido como fue. Nos dejó el mensaje de que si un líder como él pudo existir, pueden volver a existir más. De que si uno aspira a gobernar no tiene por qué ser un pobre narcisista cuya motivación consiste, en primer lugar, en alimentar su frágil vanidad. Mujica fue ante todo un hombre seguro de sí mismo, un papa laico firme en sus convicciones morales, rico en la pobreza, más consciente de su insignificancia en la magnitud del universo que de su inmenso valor.w


      Sobre la firma

      John Carlin
      John Carlin

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