En la historia latinoamericana hay muchos ejemplos de guerrilleros reconvertidos en políticos, un camino tan antiguo como las repúblicas que emergieron a comienzos del siglo XIX, con las guerras de independencia. Algunos exguerrilleros se vincularon a la política, pero otros se dedicaron a los negocios, a la actividad académica o se replegaron sobre si mismos.
La reciente muerte de José Mujica, un caso emblemático de guerrillero devenido demócrata, lleva a reflexionar sobre el vínculo existente entre la lucha armada de los 70 y la política de fines del siglo XX y comienzos del XXI. Mujica fue un ejemplo de coherencia, humildad, honestidad y empatía, valores que no compartió con muchos militantes de su generación. Su paso por la cárcel, donde supo oír el grito de las hormigas, potenció su faz reflexiva.
En el último medio siglo se pueden ver tres modelos que llevan de la violencia política al sistema, cuando no directamente a la democracia. El primero, la revolución triunfante, la toma del poder, como pasó con Fidel Castro y los líderes del M-26 o Daniel Ortega y el sandinismo.
Todos fueron catapultados a los despachos y a la cima de las instituciones políticas (gobierno, ministerios, parlamento), sin solución de continuidad con su pasado violento.
Segundo, los acuerdos de paz o amnistías, que incluyan la incorporación automática de los insurgentes a las instituciones, sin mediar elección alguna, o garantizando una representación mínima en el parlamento o asamblea constituyente. Como en el caso anterior, el ingreso a la política institucional se suele dar sin una etapa intermedia de adaptación.
Finalmente, reacomodarse tras la derrota, lo que implica reconocer que, pese a sus limitaciones, la política renta y la democracia es el sistema menos malo. Con la caída del Muro de Berlín muchos vieron que la vía socialista revolucionaria estaba cerrada y para seguir trabajando por el bien común había que tomar otros derroteros y cambiar el modo de hacer las cosas.
Aquí emergen personajes como Mujica, Dilma Rousseff o Antonio Navarro Wolf. Al presidente Gustavo Petro le gustaría subirse al mismo carro que éste último, pero si bien ambos pasaron por el M-19, sus méritos militares y políticos, pasados y presentes, y su relación con la democracia son distintos.
Durante el estalinismo dominó la autocrítica, una práctica que llevó a purgar a numerosos líderes soviéticos, tras pasar por las mazmorras de la NKVD, como Zinóviev, Kámenev o Bujarin. Hoy, por autocrítica se entiende un proceso más vinculado a la introspección e, incluso, a la rectificación personal. Esto hicieron Mujica y otros dirigentes y cuadros guerrilleros en Uruguay, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador y demás países latinoamericanos.
Paradójicamente, ésta no fue la tendencia mayoritaria en Argentina, más allá de algunas notables excepciones. Personajes como Mario Firmenich siguen encerrados en el mismo mundo de fantasía que ayer, cuando el dirigente montonero sacrificó a miles de jóvenes y adolescentes en aras de la causa. Hoy sigue pensando, desde su retiro catalán/nicaragüense, que la revolución es posible, aunque quizá no sea éste el momento más adecuado.
En parte, no es el único responsable. Muchas voces en la izquierda peronista y en la tradicional todavía sostienen, como Mao, que el poder nace de la boca del fusil y hay que seguir el modelo de los “muchachos”, que en su día sacrificaron todo lo que tenían, incluso su vida, por la revolución.
Antes, ahora también, la democracia estaba desacreditada y muy pocos creían en ella. Para muchos es un sistema inútil, incapaz de satisfacer las necesidades populares. Más allá de la ubicación ideológica y de la retórica empleada, el compromiso democrático de algunos dirigentes es limitado, como muestra el discurso cacofónico del presidente Milei, caracterizado por el desprecio por las formas, el buen decir y las instituciones.
Curioso país Argentina, el país latinoamericano donde más rápido y más profundamente se puso en marcha una comisión de investigación sobre las violaciones de los derechos humanos y se juzgó, y condenó, a sus responsables. Sin embargo, a la vez, es donde más siguen abiertas las heridas de los años de plomo.
Pese a su común pasado guerrillero, la comparación entre el Pepe uruguayo (Mujica) y el Pepe argentino (nombre de guerra de Firmenich) es impertinente. Si uno decía en 2020: “En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio”, el otro sostenía, dos años después, que el “odio gorila” dispara la guerra civil peronismo – antiperonismo. Y, para prepararse para ella, en una isión implícita de que hay que volver a tomar las armas: “Necesitamos una estrategia de defensa nacional integral frente a las agresiones… de la globalización neoliberal en quiebra”.
Para Mujica, “luchar por la democracia, aunque sea injusta y llena de desigualdades, vale la pena. A pesar de todos los pesares”.
Sin duda, su evolución fue facilitada por el peculiar sistema político uruguayo, aunque si se incorporó a él fue por la plena convicción de que las instituciones y los partidos pesan, donde el diálogo y la búsqueda de consensos siguen siendo valores asumibles, donde el eco de las guerras culturales, de la cacofonía, de la polarización y de los populismos multicolores son residuales. Un país donde hay un “club” de expresidentes que se hablan entre sí y hablan con todos y del cual el Pepe formaba parte por derecho propio.
Carlos Malamud es Catedrático de Historia de América de la UNED, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano, España.
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