Lo único que asoma es un pie. Un pie que cada tanto rompe la inmovilidad para balancearse ligeramente. La carpa que alberga al dueño de ese pie, improvisada con un retazo enorme de una tela que alguna vez fue blanca, está asentada sobre una especie de terreno de piedra aterrazado que da a los fondos de un hospital. Cuesta imaginar cómo llegó hasta allí. No es fácil acceder; no, al menos, sin arriesgarse a una caída fatal. Además de coraje se necesita bastante agilidad.
El dueño del pie, entonces, debe ser un hombre relativamente joven, o al menos en buen estado. Algo de ropa y algún recipiente se alcanzan a divisar, asomando detrás de la tela. ¿Cómo llegó hasta ahí?, pienso, y la pregunta no tiene ya que ver con la dificultad de del lugar. ¿Qué circunstancias de la vida lo llevaron a este presente?
Aparece entonces el recuerdo de una mujer, instalada en la calle, rodeada de pilas de lujosas revistas de moda, que miraba una y otra vez con deleite, inmune a quienes pasaban a su lado, caminando apurados al trabajo o de vuelta a casa. O a aquel hombre, inamovible frente a la puerta de una farmacia, atravesando todos los climas, con sus pertenencias desparramadas en la vereda: un mate, una pava, algunas frazadas...y un teléfono blanco ya amarillento, de esos infaltables en las películas de Hollywood de los años 50, junto a una caja donde atesoraba, enrollado, el cable del auricular.
¿Cómo llegaron también ellos ahí? Fueron hijos, tal vez padres; tuvieron hermanos, o primos, o algún amor. Alguna vez los cobijó un techo. ¿Qué falló?, ¿qué salió mal?, ¿alguien los abandonó?. Las crisis económicas hacen lo suyo. ¿Pero por qué la soledad? ¿Por qué tantas y tantas vidas a la intemperie?
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