Lo primero que me enseñaron del VIH fue a tener miedo. Las publicidades hablaban de cómo no contagiarse, de la muerte (física y social) como condena. Nadie hablaba de vida ni de acompañar al positivo. Todo era preservativo, pastilla y nada más. Sin diálogo ni preguntas. Cerrar los ojos, cuidarse del otro, etiquetar “gays”, “presos”, “trans”, “prostitutas”. Cuando el test me dio positivo tuve que aprender a vivir de nuevo y convivir con el juicio externo.
Yo nunca confesé tener VIH, porque uno confiesa un crimen y espera que del otro lado te den un castigo y te perdonen. Yo elegí compartirme. Cuando me diagnosticaron pensé en la única persona que conocía viviendo con el virus. Lo vi jugando al fútbol, saliendo con su novio, viviendo. Eso me hizo desmitificar parte de miedo. Entonces elegí hablar de lo que me estaba pasando. Quise que me vieran escribiendo, recitando mis poemas, divirtiéndome con amigos, a veces triste, a veces feliz … pero siempre vivo.
Muchos lo primero que preguntan es cómo lo contraje. Yo respondo que fue por fluidos en mis mucosas. La mayoría de las veces esta pregunta es morbosa. Me miran como a un reventado o, peor, con condescendencia. No preguntan para acompañar sino para regodearse. Supe que era positivo en 2008 y para mí la palabra VIH seguía muy cerca del SIDA y de Tom Hanks en Philadelphia. Antes de poder entender qué me estaba pasando tuve que hacer la procesión de amigos, sentarlos y contarles. Ellos tenían miedo, yo también. “¿Te vas a morir">