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      Sobrevivió a un terremoto devastador, perdió todo y transformó el dolor en arte

      • La historia del colombiano Jorman Gutiérrez es un ejemplo de superación.
      • El reconocido artista argentino Guillermo Roux impulsó su carrera.
      • Hoy el pintor, de 30 años, exhibe sus obras en la Casa del Bicentenario.

      Sobrevivió a un terremoto devastador, perdió todo y transformó el dolor en arteEl artista plástico Jorman Gutiérrez, en la muestra en la Casa del Bicentenario. Foto Juano Tesone

      El día que la tierra tembló, él agarró un lápiz. El 25 de enero de 1999, un terremoto de 6.2 grados sacudió Armenia, en el corazón del eje cafetero colombiano. Tenía apenas cinco años, pero ese día algo se movió también por dentro. Mientras afuera se contaban muertos y se levantaban escombros, Jorman Gutiérrez (30) agarró un ladrillo y comenzó a dibujar en el suelo de lo que antes era su casa. “Era mi forma de entender lo que pasaba”, diría años después. Hoy, sus obras cuelgan en la Casa del Bicentenario, en Buenos Aires. En ellas, aún vibra el eco de ese primer temblor.

      A los tres años, Jorman y su hermano menor tuvieron que vivir su primer temblor: fueron abandonados por su madre en un basurero. “Yo abrazaba una mochila celeste con la carita del Pato Donald. Era donde tenía mis cosas. Mi abuela nos encuentra. Y ve a mi hermano comiendo de la basura. Nos lleva a su casa y llama a mi papá, que vivía en otro lugar porque iba a trabajar para poder darnos de comer”, recuerda. Un año después, en 1999, el terremoto de Armenia, Colombia, sacudió su vida para siempre.

      “El terremoto vino cuando tenía cuatro años. En un minuto se destruyó por completo toda la ciudad. No hubo tiempo de reacción, ni ayuda, ni hospitales, nada. Quedamos completamente solos. Mi abuela sobrevivió muy golpeada. Mi hermanito perdió los dedos de la mano. Mi papá se entera de casualidad. Vivía en otro pueblo para poder mandarnos comida. Cuando se entera, viene corriendo y se lo lleva. Se suben al primer helicóptero que llega, que estaba cubriendo un partido de fútbol”, revive.

      Jorman quedó con su abuela, a la intemperie. Vivían en la calle. Estuvo varios días ciego: “El polvo me invadió los ojos. Mi abuela me vendaba con una tela y me ponía gotas de agua de a, un té muy común con caña de azúcar que se suele hacer en Colombia. Así me fue limpiando los ojos de a poco”.

      Ese polvo, que le impidió ver durante días, también lo protegió. “Creo que tuve suerte porque no vi el dolor, la sangre. Recuerdo que lo vi borrosamente a mi hermano cuando mi padre lo levanta. Incluso hice una reconstrucción de eso en Buenos Aires”.

      Jorman con los retratos de Alicia en el País de Las Maravillas, en los que plasmó el rostro de sus sobrinas. Foto Juano Tesone Jorman con los retratos de Alicia en el País de Las Maravillas, en los que plasmó el rostro de sus sobrinas. Foto Juano Tesone

      En medio del caos, apareció el dibujo. “Cuando me recupero, empiezo a dibujar en el suelo con pedazos de ladrillo rojo. Dibujaba con lo que quedara. Así me supe meter en un mundo propio. No sé si era para ignorar el drama, pero nació algo intuitivo en mí”, dice. No recuerda qué fue lo primero que dibujó. “Mi abuela decía que me la pasaba rayando. No lo sé. Monigotes, tal vez”, agrega.

      Cuando la ciudad se fue reconstruyendo, las casas que quedaban en pie se usaban como escuelas. “Iba con muy poco a tomar clases alrededor de todas las ruinas. Tiempo después, mi papá nos lleva a la ciudad de Ibagué. Ahí crecí un poco más. Todo ese tiempo del terremoto vivimos en la calle”, remarca.

      Las mujeres de la vida de Jorman aparecen en su obra. Foto Juano Tesone Las mujeres de la vida de Jorman aparecen en su obra. Foto Juano Tesone

      En Ibagué, Jorman y su padre trabajaban. “Mi papá empieza vendiendo limones, después mangueras a crédito. Me llevaba con él. Más adelante, mi abuela me regala unos lápices. Empiezo a dibujar. Tengo muchos recuerdos de eso. Una anécdota que me marcó fue que en la escuela le pidieron óleo para pintar. Pero yo no tenía nada porque no teníamos plata, entonces todos mis compañeros me dieron un poco de sus colores. Así armé una paleta y pinté unos loros muy coloridos. Se perdieron, pero los hice gracias a ellos”, explica a Clarín.

      El entorno de su infancia fue clave: “Crecí en un lugar completamente mágico. Colombia es selvática, con montañas, orquídeas, flores, animales por todas partes. Eso me marcó. De ahí viene el color de mis pinturas".

      Su padre y su hermano, en una obra que recuerda el terremoto. Su padre y su hermano, en una obra que recuerda el terremoto.

      A los 19 años llegó a Buenos Aires. El reconocido artista plástico Guillermo Roux vio sus acuarelas y lo invitó. “Fue un cambio de universo. De un pueblo con una iglesia, un museo y un hospital, a una ciudad con millones de personas. Roux tenía un taller. Me decía que dibuje, que use modelo vivo, y que le muestre lo que hacía. Y eso hice. Iba a los museos. Conozco casi todo el patrimonio nacional”, afirma.

      Nunca dejó de estudiar. “Siempre fue intuitivo. Me iba a la biblioteca. Leía sobre Rembrandt, Rubens, Caravaggio. Me di cuenta de que pintar era un trabajo, y me lo tomé en serio. Nunca descansé. Todos los días dibujo. Hago sesiones de 16, 18 horas. Siempre tengo una libreta a mano. Lo que veo, lo que me inspira”, explica intentando buscar la libreta que había dejado en un banco durante la charla con este diario.

      Desbordante de color. La obra del artista. Foto Juano Tesone Desbordante de color. La obra del artista. Foto Juano Tesone

      Cuando le dijo a su padre que quería ser pintor, José Gutiérrez García, un hombre del campo, le respondió: “Yo apoyo lo que hace y que sea lo que usted quiera”. Ese sostén fue todo. “Mi papá confió en mí. Se sorprendía con lo que hacía. Y así, de a poco, ocurrió todo y terminé aquí”, se enorgullece.

      Y también conoció el amor. Cristina. “Cuando la vi por primera vez, me di cuenta de que sus ojos eran muy grandes y su cabello muy ondulado. Me hablaba y yo solo miraba sus ojos y su cabello. En un momento me dice: ‘¿Me estás escuchando?’. Y le digo: ‘No, es que tu cabello es para pintar como un cuadro de Boldini’”.

      El entorno exuberante en que creció se refleja en su colorida obra. Foto Juano Tesone El entorno exuberante en que creció se refleja en su colorida obra. Foto Juano Tesone

      Desde entonces, no se separaron. “Tenemos muchas cosas en común. Amamos el arte. Tenemos una parte filantrópica donde ayudamos a instituciones, becamos muchos niños en nuestra academia. Cuando tuvimos la posibilidad, decidimos ayudar”, cuenta.

      Las figuras femeninas que habitan los cuadros de Jorman Gutiérrez miran al espectador con una intensidad que interrumpe cualquier distracción. Son personajes históricos, mitológicos o literarios, pero también son presencias transformadas: no son retratos, son ficciones donde pone los rostros de las mujeres de su vida.

      “No me encargo de retratar como algo copiado, sino de transformar en un personaje, como que trascienda, que sea alguien más”, dice Jorman. En su exposición actual, Pandora es uno de los rostros que más lo representa. “Pandora fue creada por Zeus como una especie de venganza para la Tierra... cuando abre la caja, salen los males: la enfermedad, el odio, la vejez. Lo último que había era la esperanza. Este cuadro lo terminé a fines de 2019, justo cuando comienza la pandemia”, rememora.

      Gutiérrez llegó a la Argentina a los 19 años. Foto Juano Tesone Gutiérrez llegó a la Argentina a los 19 años. Foto Juano Tesone

      Su última exposición, "Eternas: Rostros del Mito, la Historia y la Imaginación", seguirá en la Casa del Bicentenario hasta el 15 de junio. En la muestra también se exhiben Ophelia, pintada en 2018, y Madame Butterfly, de 2021. Cada una representa una figura del imaginario colectivo, ficcionalizada por Jorman.

      “Parte de la importancia del arte es comunicar, enseñar. Todas tienen miradas distintas. Algunas están perdidas. Ophelia, por ejemplo, está suspendida entre las flores, en el momento en el que la posee una locura serena. Ella se va al bosque, canta, recoge flores, cae a un río y muere. Es el drama de Shakespeare. Pero yo creo que ese dramatismo también se puede tornar hermoso”.

      La mirada, para él, es clave. “Yo tengo en mi mente cómo quiero que la figura mire al espectador. Hoy el tiempo frente a una obra de arte es muy valioso. Nuestro tiempo de atención es cada vez más corto. Pero si te interceptan estas miradas, vas a querer dedicarles más tiempo. Por eso me interesa”, reflexiona. Cuando se le menciona si esta obsesión puede tener que ver con una vivencia infantil, responde: “Es fuerte. Mirá, yo creo que es un buen paralelismo”.

      Hoy, en cada mirada de sus cuadros, hay algo más que belleza o dramatismo. Hay memoria. Hay infancia. Hay polvo, esperanza, y ese instante fugaz en el que el dolor también puede transformarse en arte. Pasaron más de dos décadas desde aquel dibujo hecho tras el terremoto. Y sin embargo, algo late igual en cada obra de Jorman: la necesidad de narrarse para no perderse. Porque hay historias que vale la pena contarlas otra vez.

      AS


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      Candela Toledo
      Candela Toledo

      Redactora de la sección Sociedad [email protected]

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