Aunque su impacto se siente en mayor o menor medida en todas las industrias, la Inteligencia Artificial parece amenazar especialmente al quehacer artístico, en especial a la música. Una mirada más detenida, sin embargo, muestra que lo que vivimos hoy no es más que un nuevo capítulo en el largo vínculo entre la tecnología y los sonidos, que ha transformado radicalmente la forma en que escuchamos, producimos y compartimos melodías y canciones. Y que no se trata de la primera vez que la música se enfrenta a una revolución tecnológica.
A fines del siglo XIX, por ejemplo, la invención del fonógrafo y el gramófono rompió con lo efímero de la música: el sonido dejó de ser inasible para convertirse en objeto grabado. Este cambio, fue recibido con resistencia: se temía que la grabación enlatara la experiencia musical, domesticara el ruido y matara la autenticidad del vivo.

Sin embargo, esa misma tecnología permitió conservar tradiciones musicales, amplificar voces que no hubieran sido conocidas por nuevas generaciones sin el micrófono y democratizar el a los sonidos del mundo.
Fue, a la vez, un arma de mercantilización y una herramienta de conservación. ¿No estamos, acaso, ante una situación similar hoy?
En la actualidad, la Inteligencia Artificial genera canciones, recrea voces de artistas fallecidos y compone en segundos lo que a un músico puede llevarle semanas. ¿Estamos ante el fin del arte musical tal como lo conocíamos?
En la actualidad, la Inteligencia Artificial genera canciones, recrea voces de artistas fallecidos y compone en segundos lo que a un músico puede llevarle semanas.
En su libro Resistir la cicuta, el filósofo argentino Mateo Belgrano retoma las ideas del francés Bernard Stiegler para explicar cómo estas plataformas pueden ser prótesis de nuestra voluntad, lo que presenta el riesgo de que si le entregamos por completo nuestras decisiones, si dejamos de ejercitar el juicio estético o si sustituimos la vivencia por el algoritmo, entonces sí, podríamos estar avanzando hacia una “idiotez artificial”.
Además -como señala el músico Juan Ibarlucía en otra obra reciente, Diarios del ruido- la hiperproductividad de la Inteligencia Artificial ha creado una economía de la “sobrerreproducción” que amenaza con devaluar el contenido artístico. En un mundo donde se suben cientos de miles de canciones por día a Spotify, muchas de ellas generadas automáticamente, la saturación puede hacernos perder el sentido mismo de lo musical.
La saturación de música puede hacernos perder el sentido mismo de lo musical.
Pero es en ese exceso en donde puede emerger una contracultura: el regreso al valor de lo incapturable. Lo único que la IA no puede replicar es la experiencia viva, el error humano, el gesto irrepetible. Por eso, hoy vemos que muchos jóvenes están redescubriendo el free jazz y la improvisación, entre otras expresiones no programables e impredecibles.

Queda claro que, en cuanto a su vínculo con el arte, la tecnología no es el enemigo. Como cualquier herramienta, su impacto depende del uso que le demos. Las revoluciones tecnológicas anteriores no destruyeron la música; la transformaron. El desafío actual es evitar caer en la trampa de la pasividad.
No se trata de resistir la Inteligencia Artificial con nostalgia, sino de usarla críticamente, cuidando aquello que la vuelve valiosa: la chispa de lo humano.
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